
Hablamos y me dijo que estaba bien, que le dolería pero en parte lo tenía asumido. Lo dijo convencido, cualquiera podría haberselo creido, incluso yo, así que apagué la luz y nos pusimos a dormir. Pasaron cinco minutos hasta que dos sigilosas lágrimas discurrieron por su mejilla, entonces descubrí que disimulaba bien pero era totalmente vulnerable y lo único que trataba de ocultar era ese horrible pánico que le trepaba por las piernas hasta quedar agazapado en su pecho. No dije nada, esperé a que se durmiera y guardé su secreto.